Pedro Parra: witch doctor
Autor: Alejandro Jiménez
22 de Enero de 2024Retrato: Claudio Vera
Una extraña mezcla de científico experto en terroir con la sensibilidad de un saxofonista de jazz, que es consultor a nivel mundial. Y de los más codiciados.
Usted estudió Ingeniería Forestal… ¿cómo fue el camino hasta llegar al vino?
Si lo miro hoy retrospectivamente, puedo encontrar cierta lógica a mi camino, pero lo cierto es que en el momento fueron puros hechos fortuitos que pudieron terminar en cualquier lado. Todos en mi familia eran abogados: mi papá, mi mamá, dos de mis abuelos, una cosa desesperante, algo que a mí no me gustaba desde pequeño. A mí me atraía la calle, la tierra, la pelota. Así que busqué la cosa más cochina que podía estudiar, donde pudiera andar de jean y polera.
¿Por qué no eligió Agronomía?
Estaba entre Agronomía y Forestal. El gerente de una forestal me dijo en ese tiempo que el futuro era precisamente ese, así que estudié Forestal, me cargó la carrera y nunca entendí nada...
¿Nada?
Entendí que uno plantaba un árbol y veinte años después iba y lo cortabas. Todo lo que pasa entre medio importa cero. Lo que encontré fome, un desperdicio de vida. Pero tuve algo de suerte porque mi tío era rector de la Universidad de Concepción y me dijo que había una vacante en un laboratorio de la Facultad de Ciencias Físicas que se dedicaba a la georreferenciación. No entendía qué era eso, pero me interesó porque había que hacer mapas, lo que me permitía estar frente a un computador, escuchar música con audífonos y dibujar, que me gusta mucho… si naciera de nuevo sería arquitecto. Al final, salió una beca para Francia para esto de los mapitas…
¿Esa fue su primera vez en Francia?
Fueron dos años (97 y 98) para un título de Máster donde hay que elaborar una pequeña tesis. Me mandaron a París a hacerle los mapas a una persona nada de agradable que estaba realizando su doctorado en terroir del valle del Ródano. Así que me puse a hacer mapas sin entender nada de vinos.
¿Bebía vino?
Ni siquiera. Pero mientras estaba en París trabajando en los mapas, empiezan a llegar copas de vinos… un Gigondas, un Châteauneuf-du-Pape, en la tarde, unos quesos… así entro al mundo del vino… haciendo mapas. Pero entendí una sola cuestión: que de un pedacito de tierra acotado puede nacer algo choro, especial, que es el concepto de terroir al final. La tierra es capaz de generar cosas diferentes, ya sean vinos, quesos u otros productos.
¿Volvió a Chile a los mapas?
Sí, pero se abrió un cargo en la Universidad al que postulé… y quedó desierto porque no era doctor. Ahí dije que tenía que serlo, así que le escribí a mi profesor guía en Francia… y así terminé viajando becado el 17 de septiembre del 2001 para hacer este doctorado en Agronomía con mención en Terroir en el Instituto Nacional de Agronomía de París.
Y cuando vuelve a Chile con ese extenso título, ¿qué le decían?, ¿cómo reaccionaba el empresario vitivinícola chileno?
Bueno, la vida está llena de coincidencias. El 2003 me encontré en la Vinexpo de Burdeos con alguien que conocía porque jugábamos a la pelota en la universidad, pero que no había visto nunca más: Marcelo Retamal. Extrañado, me preguntó qué hacía ahí, así que le conté mi tema del doctorado y él, al final, me dijo que él necesitaba algo así, que tenía que ser su consultor, es decir, armó toda mi asesoría, mi plan de negocio, lo que tenía que hacer. Me cayó del cielo porque la beca no me alcanzaba. Además, porque cuando vuelvo a Chile vuelvo con una pega en la mano.
Me imagino que recorrió Chile junto a Retamal…
Reta tenía el proyecto de hacer vinos de terroir, single vineyard, viajábamos por Chile. Lo pasábamos muy bien, aunque no entendiéramos mucho en el 2005… Fuimos de Chopa al Maule, del Limarí a Itata… o sea, un Chile vitivinícola que todavía no existía. Al tiempo me llama un amigo de Retamal que me dice que yo era la solución a sus problemas: Rodrigo Soto que estaba iniciando viña Matetic; en dos meses tenía dos clientes. Así parte esto, de la nada, porque yo desde Concepción no conocía a nadie, ni nada del vino. A los únicos que conocía eran a Retamal, a Enrique Tirado porque Concha y Toro había financiado parte de mi beca doctoral y a Aurelio Montes, quien fue gentilmente mi juez de tesis en Francia.
Así parte el consultor y desaparece el ámbito universitario…
Claro, el doctorado es un título para ser investigador y profesor universitario. Al principio, me contrató el INIA (Instituto Nacional de Investigación Agropecuaria) de Chillán, todo muy bien, pero tenía un par de problemas mi trabajo: el primero es que con un par de días de consultoría ganaba el equivalente a todo mi sueldo; segundo, había cero perspectivas de futuro. Me fui a los ocho meses cuando salió mi tercer cliente que fue Concha y Toro. A la semana me llama Montes para su viña y a la subsiguiente lo hace Jacques Begarie para Lapostolle. Fue una etapa muy loca.
El mundo del vino está lleno de egos… ¿cómo recibieron a este personaje inusual los enólogos?
Los enólogos me recibieron muy bien porque yo hablaba un lenguaje que ellos no conocían. El 90% de la gente con la cual trabajé se metió en el tema, hizo un esfuerzo que no es fácil porque son temas densos para gente que nunca los ha escuchado. Además, después degustaban con alguien cuyo paladar está formado en Borgoña lo que era inusual. Conocí gente muy talentosa que si no hubiera nacido en Chile serían estrellas mundiales del vino, es decir, que tenían mucha tecnología en la bodega, pero ni una botella de Barolo para entrenarse sobre vinos del mundo. Estaban jugando a ciegas en una cancha inclinada de forma injusta en contra. Con los viticultores fue otra cosa: fue muy complicado porque me veían como competencia y porque mi asesoría implicaba más trabajo, pensar el viñedo de otra forma. Y no me ocurrió solamente en Chile.
Ha dicho que usted ha aprendido error tras error…
Sí, muy solo, además, porque en este trabajo hay muy poca gente que te enseñe. En la academia los expertos en terroirs son un grupo de amigos de seis universidades que se han especializado en cartografía, geología o en suelo… pero no saben de vinos.
Pero usted no es un geólogo, o un edafólogo…
No… no soy nada. Soy un doctor general. A mí me contratan para dar una opinión del todo… algo que siempre tengo que interpretar porque el dueño de la viña me va a preguntar por el enólogo, por el viticultor, por los viñedos, por los vinos. Entonces, tengo que entender bien el lugar, los vinos y a la gente para dar una opinión general.
Y aprendió a catar…
Puro entrenamiento. Por supuesto hay gente que tiene mucho talento, pero el 90% es entrenamiento. Hay que probar vinos, pero hay que catar los correctos, menos que sean más. Degusté vinos muy malos durante una década…
Degustó los problemas…
Claro, es mi trabajo. Pero en algún momento de mi carrera tuve la suerte de degustar cosas buenas con gente que es muy buena degustando. Ese fue mi entrenamiento.
Es cómo el entrenamiento en la música… usted dice que era rockero, pero que cuando descubrió el jazz fue como hallar la mineralidad en los vinos.
Obligado. Empecé entre Iron Maiden y Pink Floyd a los 13 años, pero mi mamá se volvía loca con el ruido. Ella tenía un amigo abogado que era melómano del jazz y que le recomendó un disco para que me regalara para Navidad: Chet Baker con Gerry Mulligan en vivo. Eso le abrió una ventana al jazz, y mi mamá para matar definitivamente el gen rockero me regaló un saxofón. Mi profesor me decía “saxo terror”, insistía en que debía encontrar un sonido propio porque los que suenan iguales no sirven. Me enseñó a escuchar la tensión, la complejidad, el agarre… 20 años después encuentro los mismos conceptos en el vino.
¿Y la mineralidad?
Es como la imperfección de la pureza; es la imperfección de la perfección que te da un carácter, una tipicidad, un algo, un sonido. Y aunque un número te diga lo contrario… pruébalo… si lo sientes es porque existe.
¿Por qué decide hacer un proyecto vitivinícola familiar en Itata?
Porque tenía mucha información en la cabeza y en la guata. Además, nunca me he visto como consultor para siempre. Tenía que ser un lugar que me gustará mucho; siempre pensé en el sur, un lugar húmedo.
¿Aunque la cepa sea país?
Me da lo mismo porque no vendo una cepa, sino un concepto y un lugar. Y para hacer Itata hay que vivir Itata, no basta con comprar un poco de uva y hacer un vino. Hice muy mal vino durante seis años, fue un tema casi sicológico. Mi interpretación del terroir fue errónea porque estaba vinificando como si estuviera en Borgoña, que en verdad es lo opuesto. Tal vez el producto final es parecido, pero el camino para hacerlo es totalmente diferente.
¿Cuál es su diagnóstico del vino chileno?
Estamos medio jodidos. Primero, hay un problema global con el cambio climático que afecta a todos. Segundo, hay un tema con la distribución de vinos donde Chile no está preparado. Y tercero, hay un cambio de generación brutal: lo que fue ya no es. Además, en Chile hay un problema extra: el maldito Excel porque funcionan con el número, la rentabilidad, pero eso depende de la cantidad de kilos por planta para que funcione. Si se acaba el agua, chao, y eso no tiene solución. Entonces, debes aprender a vender vinos más caros, pero ¿cómo lo vas a hacer si durante 50 años has vendido barato? No saben vender caro. Ni a las nuevas generaciones. La preferencia futura va por productores más chicos, más onderos, más artesanales, lo opuesto. Frente a ese escenario, Argentina o Sudáfrica están hoy mejor preparados que nosotros. Realmente, no veo la solución, excepto una reducción de hectáreas en los próximos diez años.